Hace años de años que no iba a Huanchaco. Había escuchado de la degradación y erosión de las playas de Trujillo, debido a la construcción de un muelle en Pto. Salaverry, por lo que éstas habían sido declaradas en emergencia. Pero lo que encontré superó la imaginación. La vasta playa de arena que caracterizaba el balneario había prácticamente desaparecido, y el mar había invadido la zona de los totorales que lucían como después de un huracán, llenos de basura. Estuve dos días en shock. Luego fui nuevamente presa de la poderosa atracción que siempre había ejercitado sobre mí el mar de Huanchaco.
En Huanchaco, el mar es infinito, omnipotente y omnipresente como Dios todopoderoso. El paisaje entero está saturado, impregnado, empapado por lo marino, la sal y la humedad y el olor a pescado y algas y conchas. Y no hay placer más grande, mas vivificante y excitante que caminar y caminar y caminar a lo largo de la interminable playa (que un par de kilómetros más al norte vuelve a su aspecto de siempre) y perderse en la inmensidad del paisaje, donde cielo, mar y tierra se fusionan en el horizonte y en la bruma, y se pierde la vista el lugar de donde uno viene y a donde uno va. Sólo hay este caminar en el presente inmediato, este todo envolvente bramido del mar y el viento que forma las olas y empuja las nubes y peina la espuma y el pelo y llena el corazón con una alegría salvaje.
Desde luego, el pueblo sigue siendo agradable, a pesar de las muchas nuevas construcciones en las afueras. Y aún después de tantos años, sigo encontrándome por sus calles con los amigos de siempre, los felices amigos que tienen la suerte de vivir en este lugar de tan mágica y poderosa atracción.
(Estas fotos fueron tomadas en octubre del año pasado.)