El domingo hice una caminata desde Pachacámac hasta Cieneguilla. Bajé de la combi en la plaza del pueblo, salí por los descampados con inicios de urbanización y ruinas modernas como mudos testigos de intentos de urbanización fracasados, y caminé a lo largo de la Av. Reusche, enmarcada por los altísimos y gruesísimos y larguísimos muros de las mansiones de los ricachones en las que nunca he de entrar, siempre cuesta arriba hasta Jatosisa, donde se vislumbran ya los característicos cerros, a estas alturas del año cubiertos con una incipiente pelusa verde, o mejor dicho, con la anticipación de aquella pelusa verde que ha de hacerse densa en agosto y setiembre. El aire es húmedo y frío y está cargado de olores del campo, mezclado con el de humo y eucalipto. Y me doy cuenta de cuánto había extrañado este paisaje que me parece muy, muy antiguo y como de otro mundo, más aún en esta época del año, bajo la neblina gris oscuro, que se va deshaciendo en garúa que satura de humedad la tierra hasta volverla barro. Un barro cremoso, color ocre. El paisaje entero está salpicado de ese barro ocre. Y todo, como decía, bajo esta gruesa neblina gris. Y en esta atmósfera casi lúgubre resaltan las manchas verdes de los nuevos cultivos, de un verde tierno e intenso a la vez…
Gran parte del recorrido me llevó a lo largo de la sinuosa acequia que recorre a media altura las faldas de los cerros pelados y que está bordeada de pacaes, uno que otro eucalipto o acacia y pequeñas junglas de caña brava, desde donde se tiene la vista a todo el valle, por ratos románticamente enmarcada por las ramas y hojas de un árbol. Todavía este paisaje es dominantemente rural. Aunque aquí y allá uno se topa con altísimos muros y gigantescos portones, cuamdo no con terrenos cercados con alambre de púa y carteles que dicen ‘Propiedad Privada’ y ‘Hay orden de disparar’. (Esa manía de levantar muros y atrincherarse en una fortaleza, que se ve en todas partes.) Alguna vez la Municipalidad ha diseñado un recorrido turístico y panorámico a lo largo de la acequia. Por ejemplo se encuentran en cada lugar llamado ‘de interés’, como los sitios arqueológicos, que abundan aquí, una placa metálica con un texto pedagógico sobre su significado e historia, siempre acompañado de una avecilla caricaturesca, que al parecer representa un turtupilín. También se han instalado una increíble cantidad de tachos. Demasiados, por no decir excesivos, me parece, para una ruta en la que no transita nadie, salvo muy ocasionalmente. En toda la caminata a lo largo de la acequia me encontré con solamente dos personas. Uno fue un muchacho encapuchado que pasó de largo a grandes y rápidos pasos, la mirada siempre clavada al suelo. Tampoco la levantó al pasarme y apenas respondió mi saludo. (Un poco más allá lo encontraría de nuevo, sentado en un banco en un mirador, en un punto prominente del cerro. Vi que estaba perturbado, luchando con las lágrimas. Le pregunté qué le pasaba, pero no quiso hablar. Le regalé un chocolate y le dije que era bueno para el corazón.) Y el otro encuentro fue con un agricultor que venía del lado opuesto. Un hombre delgado ya de edad pero con todavía excelente físico. Me contó que tenía una chacra donde cultivaba maíz, camote y yuca. Que también había plantado berenjenas, pero que el precio se había caído y prefería que se las comieran los chivos. Él mismo no sabía comer berenjena. Ni su esposa. Qué curioso! Me dijo que si me gustaban las berenjenas que podía llevarme todas las que quería y me describió el camino a su chacra (antes de las ruinas, donde había amarrado un caballito). Cuando ya nos habíamos despedido y cada uno se disponía a seguir su camino, se volteó de nuevo y me dijo su nombre, un nombre japonés… La caminata finalmente se me hizo larga. A menudo me salía del camino. Caminé hasta que las suelas se desprendieron de mis zapatillas y tuve que amarrarlas con los pasadores! Llegar al puente Manchay fue un alivio…
Con esta selección de fotos no he querido -por una vez- ilustrar los impactos y desaciertos de la avanzada urbanística en un paisaje rural, sino más bien recrear ese paisaje subjetivo-mitológico en un ámbito fuera del alcance de la ciudad, que todavía se encuentra aquí, y que está sólo a la vuelta de la esquina…