Para los habitantes de la megaciudad Lima, el invierno puede ser verdaderamente deprimente. No es ni fu ni fa, ni negro ni blanco. Es simplemente gris. Gris de pe a pa. Una grisura envolvente y oprimente, corrosiva como la humedad que contiene, y que cala muros, fierros y huesos.
Pero basta con salir de Lima por la Panamericana Norte un día de agosto o setiembre (durante un invierno como el de este año, con registros de altísima concentración de humedad), para quedar sin más mudo y sin razones para quejarse. El milagro de las «lomas» a partir de Ancón habla por sí solo. Cuando esa constante y gruesa capa de neblina que sale del Océano Pacífico humedece profundamente las cimas de las lomas y los arenales costeros y el desierto se viste de verde. De un verde a la vez tierno e intenso. Tan intenso que el ojo, acostumbrado al gris marrón, empieza a delirar. Y aún siento que mi cámara tampoco sabe muy bien qué hacer con tanto verde. Cualquier cosa ajena a esa jungla rastrera resalta fenomenalmente. Hay una luz de «fuera de este mundo».
Cuando éramos niños, mi papá solía llevarnos a las Lomas de Lachay. Era muchísimo más árido que hoy en día. Seguramente tiene que ver mucho con que hoy Lachay es un área protegida y ya no se permite el pastoreo y otros tipos de depredación. Y tengo que decir que está muy bien pensado y gestionado. Aunque, claro, me pongo un poco melancólica al recordar que cuando iba de niña, éramos los únicos en el vasto paisaje de neblina y nadie nos impedía treparnos por esas rocas bizarras y meternos en cuevas y explorar toda la zona libremente. Hoy, hay dos recorridos para los visitantes, debidamente cercados y señalizados. No sé por qué, pero por ratos me sentía como en algún lugar montañoso de la lejana China…
Con las siguientes fotos quiero transmitir esta experiencia de salir de Lima y llegar a las Lomas de Lachay.